Tengo miedo de que el tiempo pase y la vida no me deje sacar
todo aquello que vengo acumulando en mi ser. Suelo perderme en la rutina mundana,
en la pereza autoprovocada con la complicidad de la caja boba o en molestias
estériles que cargo desde la oficina y que, al final de cuentas, no pueden
darme más que alguna enfermedad…y sé que no vale la pena.
No me había dado cuenta de cuánto extrañaba leer hasta que
volví a abrir un libro, de cuánto extrañaba ser yo misma hasta que un amigo que
camina junto a mí desde los nueve años,
me llevó a cenar como hace quince, de cuánto me gusta y hace bien escribir…hasta
que volví a mimarme con la poesía de los cuentos de Ángeles Mastretta y todo
casi en un mismo día…
La emoción de las cosas se llama y es la emoción de la vida,
ésa que no quiero que pase por mi costado sin haberla contado, porque la vivo,
la observo y la quiero. Es la nostalgia con las palabras justas, los recuerdos
sublimes, en la pluma correcta y es casi imposible no encontrar un rincón de
uno en alguna página, no superponer nuestros propios recuerdos, nuestras
propias nostalgias que nos tiran sonrisas y provocan esas lágrimas dulces que
nos abrazan con el recuerdo para darnos calor.
Es domingo, el barrio
amanece tardío y la luz del sol otoñal entra por mi ventanal con un silencio
que aturde. Estoy en mi rincón de paz,
mi lugar en el mundo, con mis libros,
mis recuerdos, mis historias entre la madera que acompaña a mi familia desde
tantas generaciones, añorando a tantos, algunos de los que me separan mares y
continentes enteros pero que comparten conmigo estas sensaciones y tampoco
encuentran tiempo…es mi refugio.
Es esa intensidad que le da consistencia a nuestras vidas.